Director, editor, redactor

Estudié en el Colegio San Ignacio y posteriormente me gradué en la Universidad Alberto Hurtado. Realicé cursos de televisión y expresión corporal en la Universidad Católica de Río de Janeiro en Brasil.

12/09/2005

Septiembre 1999...

A los 15 años muchos creen que el amor no existe; a esa edad, yo creía todo lo contrario...

Anda hoy día en la noche a la disco y te la presento” eran las únicas palabras que me daban vuelta en la cabeza. Mi primo Nicolás conocía a la mujer más guapa que yo había visto pasar frente a mis ojos y se había comprometido a cumplir su palabra. Eran las siete de la tarde y la ansiedad comía mis piernas. Solo quería que llegara rápido la hora del encuentro, pero me parecía una eternidad.
Antes de eso, en algún día de otoño, caminando por la playa grande de Cachagua, la había visto a ella. Debo haber estado dos horas mirándola sin pestañar. Maria (no es su nombre original), que para ese entonces era la niña más popular de la playa, no hacía ni el intento de mirarme. Obviamente para mí no era más que la mujer más hermosa que había conocido; algo imposible de llegar a conocer... o bueno, eso pensaba yo.
Cinco poleras, tres pantalones y cuatro polerones había encima de la cama. Llevaba veinte minutos tratando de elegir la ropa adecuada. “Tengo que estar vestido impecable” me decía a mi mismo, sin saber que aquello era el inicio de una larga historia.

Me duché como nunca lo había hecho. Me perfumé y me lavé los dientes tres veces. Me vestí con la mejor tenida que había encontrado: unos blue jeans Wrangler que solo tenían semanas de uso. Una polera Maui que hacia resaltar mi condición de “guapo” y un polerón azul. Estilazo dirán algunos; yo me veía al espejo y no podía encontrar una imagen más patética de la juventud que aquella que estaba reflejada frente a mis ojos. “No hay por donde…” me dije infinitas veces antes de salir del baño “Ella es mucho para mi”.

Era el hombre más feliz del mundo. Mi hermano Andrés era testigo privilegiado de tal acontecimiento. Él, como buen hermano mayor, había aceptado acompañarme (era la única forma de que me dieran permiso mis padres). Ambos, pecho en alto y pasos agigantados, caminábamos por las calles polvorientas del balneario de Cachagua. Él iba a ser testigo privilegiado de la noche más feliz de mi vida… o bueno, eso creía yo.

Pasaban los minutos y no había rastro de ella, y lo que es peor, mi primo no estaba ahí como lo había prometido. Llevaba tan solo quince minutos en el interior de la discotteque pero mi desesperación era total. Miraba una y otra vez el reloj y sentía que los minutos no avanzaban. Mi hermano Andrés se reía constantemente de mí pero insistía en que me relajara. “Ella va a llegar, tranquilízate; siempre viene y no creo que ésta sea la ocasión contraria” me decía entre risas y palabras de aliento, pero el sudor en mis manos se hacía cada vez mayor.

Cuando la tristeza comenzaba a depositarse en mí nuevamente, una silueta que entraba llamó mi atención. Era la misma mujer que había visto en la playa jugando paletas. Si bien no podía ver su cara, estaba seguro que era ella; no me podía equivocar. La mujer comenzó a acercarse donde yo estaba y mi corazón latió como nunca lo había hecho. La bella niña que había visto días atrás a la orilla del mar estaba parada frente a mí y me miraba. Sus hermosos ojos no se movían, era una mirada fija igual que la mía. Yo estaba sentado y ella de pié. Me sentía menos, muy inferior a ella…de hecho, lo era.

Mi canción preferida sonaba por los parlantes de la disco pero yo no estaba ni ahí, la alegría me desbordaba. Ella me miraba y, creo, era puro amor. Pero un nuevo problema se presentaba: mi primo Nicolás no estaba, y a esta altura, no iba a llegar; iba tener que jugármela con mis propias condiciones… ¿Condiciones?, a esa edad tenía un manejo con las mujeres absolutamente nulo, no sabía qué hacer ni qué decir. A pesar de eso ella estaba frente a mí esperando una respuesta… una respuesta que yo no estaba dispuesto a dar.

Mi hermano, nuevamente, me tendió una mano. Se paró del asiento y se acercó a la amiga de mi niña para sacarla a bailar. A mi no me quedaba otra, tenía que sacar fuerzas de donde fuera y pedirle a ella si me concedía ésta pieza de baile. Cuando mi hermano estuvo frente a su pareja algo sucedió. Andrés dio media vuelta y arrancó. Una extraña mirada me lanzó cómo diciendo ¡detente! Yo no entendía lo que estaba sucediendo… mis ilusiones volvían a caer.

No puedo, es muy fea”, dijo secamente ante una enfurecida mirada mía. No lo podía creer; aquel buen samaritano que horas antes había tendido su mano en pos de la felicidad de su hermano, ahora le daba la espalda. —“Por favor, es la oportunidad que estaba esperando. ¡Te juro que te pago!”, le dije con fuerza para que escuchara lo desesperado que estaba.
—“No, no la voy a sacar a bailar. Punto final”. Respondió a gritos.
—“Es la mariconada más grande que alguien me ha hecho. Gracias, muchas gracias”, fue lo único que le pude decir. Di media vuelta y salí cabizbajo del recinto…

Todo está perdido, pensé. Esa fue la única oportunidad que voy a tener…

Mi tristeza era máxima. No solo me encontraba sentado solo a las afueras de la discotteque sino que pensaba en todos los tipos que debían estar viéndola a ella mover aquel hermoso cuerpo al ritmo de la música. No le iba a perdonar nunca más lo hecho por mi hermano. Estaba indignado, pero por sobre todo, anonadado por aquella pueril actitud tomada por Andrés. Simplemente era bailar, nada de otro mundo.

¿Por qué siempre tenía que sufrir? ¿Por qué nada se me daba fácil? No lo entendía. Solo quería que ella se acercara a mí y me declarara su amor, pero, sin duda, era una situación imposible. Hay quienes dicen que aquellos que no tiene suerte en el juego tienen suerte en el amor. La verdad es que nunca he ganado nada con los raspes, el kino o el loto, y lo que es peor, nunca había tenido la suerte de encontrar el amor de mi vida y menos iba a tener la suerte de que aquella mujer, que yo tanto amaba, se lograra fijar en mí. Pero algo me tenía inquieto; aquellas miradas en la dicotteque tenían algo más que una simple fijación.

Cuando ya creía que todo era imposible, la suerte se acordó de mí. María, el amor de mi vida, salió de la discotteque y, ante los ojos atónitos de mi hermano, se sentó al lado mío. Yo la miré, ella me miró. Había magia entre nosotros, lo único que faltaba eran las palabras. La suerte había tocado mi puerta y ahora me correspondía abrirle.

Pasaron quince minutos y no articulé ninguna palabra. Ella esperaba que yo le dijera algo, por último, echarla de mi lado. Pero no era capaz. El nerviosismo me había comido por completo. Si yo no existía con las mujeres, menos lo iba a hacer con aquella princesa que estaba recostada al lado mío. La mujer más guapa que yo había visto pasar frente a mis ojos estaba al alcance de mi cuerpo, de mis brazos y de mi boca. Pero yo no me atrevía a hacer o decir algo.

Cuando la imagen se veía más que patética, decidí que esto no podía continuar así. Me hice hombrecito y me paré. Agarré mi chaleco y caminé. Sí, aquel hombre enamorado dejaba atrás a su princesa botada, literalmente, en el suelo. Caminé sin parar, sin darme vuelta y sin suspirar. La noche había sido extraña; más que extraña, había sido mágica, pero quería que terminara lo antes posible.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajaja pasaba por aca, esta muuuuy wena.... saludos!